Más claro no canta un gallo
Por: Alfredo Molano Bravo
HACE UNOS DÍAS ESCRIBÍ UNA CRÓNICA sobre el enfrentamiento de campesinos del sur de Bolívar con una de las empresas agropecuarias más poderosas de la costa, la Daabon (Dávila Abondano).
Estuve en la zona, conversé con parceleros, autoridades civiles, policías, abogados, curas y demás personas que tuvieran conocimiento del caso. Pedí a los Dávila su versión, pero nunca la obtuve. Se trataba —o, mejor, se trata— de un clásico litigio sobre tierras. El predio Las Pavas había sido propiedad de un señor Escobar Fernández —supuesto narcotraficante— que se esfumó. La hacienda fue ocupada por campesinos desplazados de sus fincas por el doble efecto complementario de la concentración de la propiedad y el paramilitarismo. El Incoder en 2006 inició el proceso de extinción de dominio para repartir la tierra entre los ocupantes. En 2007, Inversiones Tequendama e Inversiones San Isidro (Daabon) adquirieron el predio Las Pavas y un año después iniciaron una demanda para desalojar a los campesinos que trabajaban en ella y que esperaban que el Gobierno les cumpliera lo prometido. En honor a la verdad, el Incoder nunca notificó el proceso a la Oficina de Instrumentos Públicos. El desalojo se cumplió y las 120 familias fueron empujadas por la Policía y el Ejército a uno de los pocos lugares públicos que sobreviven a la invasión de la palma africana: una escuela rural.
Como sucede con algunas de mis crónicas, pocos días después de publicada la de Las Pavas, llegó a la dirección de El Espectador una larga carta con sellos y firmas de todo tipo, que argüía que mi versión era, al menos, tendenciosa. El Grupo Daabon se define a sí mismo como una sociedad que propende por el bienestar campesino, caracterización que espoleó mi curiosidad. Pues bien, Daabon es un conglomerado empresarial que mueve unos 120 millones de dólares al año y exporta aceite de palma, banano, café, azúcar y cacao a Europa, EE.UU. y Japón, y anda detrás del mercado nacional de biodiésel. En Magdalena y La Guajira el grupo controla 18.000 hectáreas de oleaginosas y desarrolla en la isla Papayal, sur de Bolívar, un cultivo de 66.000 más. Van por todo: en febrero pasado, el presidente Uribe y el presidente de Daabon, Alberto Dávila Díaz-Granados, inauguraron en Santa Marta una planta de biocombustibles considerada la más grande de América Latina, capaz de procesar 100.000 toneladas de aceite de palma. Sobraría decir que Daabon tiene otras compañías además de las citadas. Hasta aquí, todo normal: un pulpo descomunal tragándose unas sardinas.
La revista Cambio revolcó el avispero: los Dávila han recibido como regalo del Gobierno —léase Agro Ingreso Seguro— 903 millones de pesos para obras de riego y drenaje; con esa plata se habría podido comprar toda la hacienda de Las Pavas. Todo legal, digamos. Al fin, es una familia experta en negocios. Y también en política: Inversiones Tequendama e Inversiones La Samaria aportaron 30 millones de pesos para el Comité Promotor de la Reelección Presidencial de Uribe, Colombia Primero. Uribito, y ahora su reemplazo, un señor Fernández —que también habla paisa—, se adelantaron a jurar que los beneficiados por el Gobierno no sólo eran gente bien, sino que no se les estaba pagando favor alguno. Con el mismo fundamento, el Gobierno diría que Daabon nada tuvo que ver con el derrame de aceite crudo de palma que contaminó la bahía de Taganga hace unos meses. Negaría también que la Corporación Autónoma Regional de La Guajira haya multado a Daabon Organic con 125 millones de pesos por violar las normas ambientales. Y podría llegar a negar que la famosa compañía de cosméticos Body Shop es miembro del Código Básico de Comercio Ético y una ferviente defensora de los Derechos Humanos que colabora con Amnistía Internacional. Lo que no podrá negar ya es que Eduardo Dávila y José Domingo Dávila, aunque no sean socios de Daabon —como dice el doctor Barreneche, abogado de Daabon—, están acusados por la Fiscalía de tener nexos con los grupos paramilitares y están en la cárcel
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